Hay personas
conformistas, con miedo a salirse de su zona de confort y que se satisfacen al
alcanzar una determinada cuota de éxito en sus vidas, por mínima que esta sea.
Gente que, consciente de la fuerte competitividad existente en nuestros días (y
más aún en el deporte profesional), decide que mejor disfrutar de lo ganado en
lugar de arriesgar por retos mayores. Ya sea por falta de ambición o por miedo
a fracasar, la realidad es que son la mayoría. Por el contrario, otro pequeño
grupo se mueve por el reto, el desafío, la superación. Valientes que hacen de
la ambición y la exigencia su gasolina para vivir. LeBron Raymone James pertenece sin
duda a este segundo.
Su historia es la
de una continua reivindicación. Y es que ya desde su época de Instituto
recayeron sobre él unas enormes expectativas. Antes, su infancia no había sido
nada fácil. Su madre lo tuvo con apenas 16 años y se vio obligada a criarlo
sola, sin ayudas, después de que su alcohólico padre los abandonara. La joven
hacía lo que podía, alternando trabajos precarios, pero siempre se desvivió por
mantener a su hijo alejado de la pobreza, las drogas y la violencia que
infestaban los barrios más humildes de Akron (Ohio). Pronto le regaló un aro y
un balón, y su pasión por el baloncesto despertó. Con unas condiciones
atléticas privilegiadas, comenzó a destacar también en fútbol americano, pero se
acabó decidiendo por el deporte de la canasta. Se matriculó en el St. Vincent –
St. Mary High School con su grupo de amigos, y empezaron a ganar partidos sin
parar. LeBron era el líder de aquel equipo de Instituto que se paseaba allá
donde iba. Sin haber cumplido aún la mayoría de edad, se convirtió en un
auténtico fenómeno social a nivel nacional debido a sus continuas exhibiciones.
Incluso en Febrero de 2002 nada menos que Sports Illustrated, la revista deportiva
más prestigiosa del mundo, le situó en su portada, con tan sólo 17 años, bajo el
titular “the chosen one” (el elegido). La etiqueta de “el próximo Jordan” no
tardó en llegar pero, al contrario que otros que rechazaron tal presión en
cuanto se les señaló, James parecía disfrutar con ella. Nunca escondió que MJ
era su auténtico ídolo, al cual le copiaba en todo lo que podía, incluyendo el
23 de su camiseta. Una muestra de su tremendo carácter. A nadie le quedaban
dudas durante su último año de Instituto de que descartaría su paso por la
Universidad y daría el salto a la NBA, donde ya le esperaban frotándose las
manos. Una mina de oro que también vio Nike, con quien firmó un contrato de 90
millones de dólares por siete años. Lo nunca visto para un chico de 18 años.
Por azares del destino, el número 1 de la lotería del Draft de 2003 recayó en
los Cleveland Cavaliers, la franquicia de su estado. Lógicamente, LeBron fue “el
elegido”. Su impacto en la liga fue inmediato, superando los 20 puntos, 5 rebotes
y 5 asistencias en su primera temporada, ganando el premio a Rookie del Año.
Sus números fueron aumentando notablemente pero la mejora de su equipo era
mucho más lenta. No llegaron a clasificarse para Playoffs hasta su tercer año,
donde cayeron en segunda ronda. Ese mismo verano, en 2006, acabó su contrato y
le tocó elegir. Pudiéndose ir a un equipo con mejor plantilla, un mercado más
grande o una ciudad más atractiva, optó por renovar con los Cavs con el
objetivo de traer el campeonato a su tierra. El final de esa siguiente campaña
pareció premiar su decisión al proclamarse campeones de la Conferencia Este y
acceder a las Finales, pero fueron vapuleados por los San Antonio Spurs en un
contundente 4-0. Durante los siguientes años el equipo, aunque siguió siendo
competitivo, no se supo reforzar adecuadamente y playoffs tras playoffs quedaban
eliminados demasiado pronto. Al término de su segundo contrato, en 2010, un
James totalmente frustrado decidió cambiar de aires y fichar por los Miami
Heat, en un proyecto pensado sólo para ganar junto a Wade y Bosh. Firmó por
cuatro años, en los que juegan cuatro Finales y consiguen dos campeonatos. Por
fin el éxito. Sin embargo, cuando lo más fácil era quedarse en Florida, hacer
unos retoques en la plantilla y seguir ganando títulos, optó por regresar a
casa. Consciente de la asignatura pendiente que dejó “con los suyos”, decide
aceptar el desafío de hacer campeón a un equipo perdedor, como era entonces Cleveland. Otra vez a empezar de cero.
Tras una
temporada repleta de dificultades, entrenador novato, multitud de fichajes al
inicio y a mitad y lesiones decisivas al final, LeBron cayó hace unos días en
las Finales de la NBA ante los Golden State Warriors. Sin embargo, ha sido sin
duda su gran protagonista. Con sus dos escuderos “all-star”, Irving y Love, fuera
de combate, prácticamente nadie les daba ni una sola opción contra los
californianos, un rodillo que se paseó en Liga Regular (récord de 67-15) y que superó
con solvencia los Playoffs. Pero a James, movido por ese espíritu de superación
y reivindicación que ha guiado su vida, pareció no importarle demasiado.
Prácticamente sólo, rodeado de unos compañeros muy limitados, puso la serie 1-2
en favor de los Cavs, con actuaciones memorables y triple-doble incluido en el
segundo. Sólo el cansancio, las variantes tácticas de los Warriors y un banquillo rival mucho más profundo han podido finalmente con un coloso que acreditó en
los seis encuentros (4-2 al final) unos números estratosféricos: 35.8 puntos, 13.3
rebotes y 8.8 asistencias.
Habrá ahora quien
seguro recordará sus cuatro Finales perdidas de seis disputadas, que no tiene esa
magia de Jordan, Duncan o Bryant en los momentos decisivos, que le pierde su
carácter altivo y prepotente, o que nunca liderará una dinastía ganadora por su
excesivo egoísmo y desprecio al colectivo. Algunos ya lo están haciendo. Yo, tratándose
del personaje del que se trata, les contestaría con aquella frase que pronunció
el mítico entrenador de los Houston Rockets, Rudy Tomjanovich, al recibir el
trofeo de campeón de la NBA hace justo ahora 20 años, tras una mediocre Liga Regular en la que
sufrieron crueles críticas: “Nunca subestimes el corazón de un campeón”. Pues
eso.